lunes, 1 de diciembre de 2008

Domingo

“No lo encuentro” dijo Daniel a Marcelo en la puerta del patio.
“¿Cómo que no lo encontrás, pelotudo? Si estaba ahí recien...”
“Si. Ya se. Pero me di vuelta para saludar a la vieja y no se... no lo vi más”
Marcelo miraba a Daniel con fastidio. Aun se asombraba de lo inútil que podía ser su hermano menor.

Hacía cinco años que repetían la rutina cada domingo. Pasaba a buscar a su padre, luego a Daniel, y partían rumbo a Ezeiza, a ver a la vieja.
Seguía sintiendo cada domingo a la mañana el mismo dolor de estómago, la misma sensación de pesadilla, de “esto no puede estar pasando”, que sintió el primer día.
La vieja en cana. Increíble.
Y por honesta (“por boluda” decía el tío Carlos) Porque luego de darle el ladrillazo al hijo de puta que quiso afanarle la cartera, se fue derechito a la comisaría.
Homicidio. Con atenuantes, si si. Pero lo mismo le tocó ir al penal.
Hacía 5 años la misma rutina. El mismo horror.
Los cuatro compartiendo unos sanguchitos y una coca en ese patio inmundo.
Los cuatro sin saber que decir en ese obligado y lúgubre pic nic de cada domingo.

Recién se habían despedido de ella. “Hasta el domingo que viene, cuidate vieja, nos vemos”
“Bancame dos minutos que voy al ñoba” había dicho Marcelo.
Dos minutos. Dos minutos y ahora ya era media hora buscando al viejo en los pasillos del penal, cada vez con más personal alrededor, cada vez más ojos encima de ellos dos. Ojos acusadores como los que aparecían en los sueños de Marcelo desde hace cinco años. Ojos que lo miraban como si fuera el hijo de una asesina y ahora sumaban el agravante de que ni siquiera podía cuidar de su propio padre.
“Donde carajo se puede haber metido” se preguntaba Marcelo una y otra vez mientras caminaba por los oscuros y descascarados pasillos del penal.Había pasado más de una hora cuando escuchó lamentos y gritos en un tono más que familiar. Los dos hermanos y los cuatro oficiales que los acompañaba corrieron hacía el lugar desde donde venían esos sonidos. En el fondo del comedor, tres osos vestidos de policías intentaban, inútilmente, que su padre se soltara de la cintura de la vieja, que lo miraba entre orgullosa y horrorizada.

Presagio

Debían llegar en cualquier momento. A Juliana las esperas breves siempre se le hacían más insoportables que las extensas. Cinco minutos aguardando un llamado eran, sin ninguna duda, mucho más largos que los ocho años que duró su carrera de arquitecta.

A las ocho habían dicho. Eran ocho y diez, así que la espera ya no tenía medida.

Desde que él se lo contó, había tenido un mal presentimiento. Había algo que la inquietaba en ese plan. “Son sólo dos días, llegamos el 31 y brindamos juntos” le había dicho Rodrigo dos semanas atrás.
Y Juliana aceptó. Acepto sabiendo, a pesar de su intranquilidad, que cualquier argumento que opusiera iba a parecer un capricho.
¿Era que no quería empezar sus vacaciones sola? No. Lo había hecho otras veces, y no había sido un problema. Aún así, había algo en ese plan que no le cerraba. Algo le decía que no era una buena idea. Algo.
Pero Rodrigo estaba tan entusiasmado con la posibilidad de pescar a la encandilada con sus amigos, que la conmovió y la invitó a desestimar su intuición.
“Nos encontramos allá de nochecita” le dijo abrazándola al despedirse “Me esperás con una picadita y una cerveza” agregó intentando seducirla con la propuesta.

Así que allí estaba Juliana.
La picada intacta sobre la mesa.
La cerveza en el freezer.
Allí estaba Juliana acompañada sólo de su mal presagio.
Ocho y media. Nueve.
No se sorprendió de que pasara la hora y no llegaran. En el fondo, ya lo sabía.
Llamó repetidas veces al celular de Rodrigo. Nada.
No tenía a quien recurrir. Nadie en kilómetros a la redonda de esa playa desierta. Y encima año nuevo.
Nueve y media. Diez.
Los minutos caían con cuenta gotas
Un vaso con whisky al que se acercaba y del que se alejaba, era su única referencia.
Pasadas las once recibió en su celular la llamada del hospital. La estaba esperando.
“¿La señora de Mendizábal?”preguntó una voz esterilizada del otro lado del teléfono.

Lo que esa voz dijo, no quedó registrado en la conciencia de Juliana. Como algo automático, el nombre del hospital y el número de habitación pasaron directamente a su mano, que lo apuntó en una de las servilletas que estaban en la mesa.
Ya tenía todo listo: el bolso, las llaves del auto, un abrigo. Bebió el medio vaso de whisky que aun quedaba y salió.

La madre

Le tenía miedo. No lo sabía, pero le temía mucho.
Bueno, en realidad si lo sabía, pero lo sabía como se sabe con el cuerpo, aunque jamás hubiera podido decir: “le tengo miedo”.

Le temía porque no se parecía a ninguna de las otras mamás.
Le temía porque ante cualquier cosa que Soledad dijera, su madre le dirigía una mirada fulminante de reprobación, aún las veces en que luego de esa mirada pronunciara frases como “si, mi amor”, o “como vos prefieras”.

Le temía más que por lo que hacía, por aquellas cosas que nunca había hecho: jamás una caricia sobre su cabeza, ni una sonrisa al verla jugar, ni una mirada de preocupación al verla trepada en lo alto del pino del fondo.

Le temía porque en los once años de convivir con ella, no había dado ningún indicio de que era lo que esperaba de Soledad. Aunque si era claro, por la minuciosidad con que la observaba, que algo esperaba. Algo que ella nunca adivinaba, algo que ella nunca podía hacer.
Era esa inmensa expectativa colgada en los ojos de su madre lo que Soledad más temía. Esa intraducible expectativa.

Testimonio

La verdad es que desde que llegó al edificio el señor Olmos siempre me pareció un tipo raro. No se... no sabría decirle exacto que era. Pero recuerdo que desde el primer día que lo ví me dio desconfianza.
No era maleducado, no. Pero es de esas personas que se nota que nunca sonríen, vio?
No le recuerdo frase que no sea “permiso” “buenas tardes” o “buenos días”. Nada más. Nunca hablaba con nadie.
No hacía mucho ruido. Y nunca venía gente a visitarlo, que yo sepa. Al menos en horarios decentes, en los que una está despierta.

Recuerdo que desde los primeros días ya entraba a su departamento con unas bolsas negras enormes, como de consorcio. Y también sacaba mucha basura.
No hacia muchas compras, no se qué era lo que tiraba, porque nunca lo dejaba en el cuartito del pasillo, nonono... siempre bajaba la basura hasta la puerta, justo a la hora en que pasaba el camión. No digo que me hubiera fijado, tampoco. No me va a dar por revisarle la basura a los vecinos, no vaya a pensar, pero al menos tendría alguna idea... algo para contarle...

Lo primero que nos llamó la atención a todos fueron esos dibujos que se le cayeron en la escalera... eran de lo mas horrorosos... dibujos de cuerpos de mujeres desnudas, comisario, desnudas... y dibujos de partes de cuerpos... se lo digo y me vuelven a dar los escalofríos aquellos, como cuando doña Mara (la señora del segundo “A”, vio?) los encontró y me los trajo para que los viera.
Ahí todos empezamos a prestar más atención. Imagínese, con las cosas que uno ve en la tele, con todo lo que pasa...

Y empezamos a notar los ruidos, no eran muy fuertes, pero siempre iguales, se notaba que cortaba o rompía algo... no se qué... usté me preguntará si me sonaba a que eran huesos, pero no le podría contestar, porque yo no se como suena un hueso cuando lo cortan. Pero era algo duro, que hacía un ruido espantoso cuando lo rompía, eso seguro... ¿Qué cosa comisario? Ah... ¿que no me preguntó lo de los huesos? Sisisi, es un modo de decir, vio? Sisisi, ya entendí que no es un interrogatorio, que declare nomás, sigo, sigo...

Martín, el muchacho que vive al lado del señor Olmos, le comentó a mi hija que siempre se oía música clásica, y que había notado que cuando las sinfonías aumentaban el volumen, de oían de fondo más ruidos adentro del departamento del señor Olmos. ¿no le parece un horror comisario?

Lo peor eran los llantos... eso era menos seguido, pero cada tanto se escuchaba, un llanto, suavecito, como de niño... se lo cuento y se me pone la piel de gallina, fíjese...

¿Cómo? ¿Que quiere saber lo que pasó ese día? Si si, yo le contaba lo otro, vio? Para que entienda, como venía la mano... Ese día, sisisi... bueno.. ese día yo estaba en casa, preparando puchero. Es importante que era puchero, porque con el vapor de la cacerola yo no sentí nada del olor que venía de afuera... Así que recién me enteré cuando ya estaban otros vecinos y empezaron a hacer ruido. Ya cuando había mucho ruido, porque antes como estaba con la radio escuchando al Negro Oro, que me encanta, no me di cuenta que ya estaban todos acá en la puerta enfrente de mi casa.

Parece que se sentía un olor de algo peligroso... ¿cómo? Ah, no se.. yo no sabría decirle, por esto que le explicaba del puchero, pero el doctor Pantano, el del cuarto “A” que es un señor muy serio, me dijo que tuvo que bajar de su casa a ver de dónde venía ese olor, y estaba muy preocupado el doctor, así que debía ser muy muy peligroso pensamos todos, vio?

Yo cuando salí ya estaba el doctor, y doña Mara, y la señora del encargado con su hijo, ese que es grandote, vio? El que está sentado acá en el pasillo. Parece que hacía rato que le tocaban timbre y el señor Olmos no abría, y ahí todos empezaron a sospechar, claro... por que no le iba a abrir a los vecinos, no? Algo seguro que se escondía, pensamos todos.

Y ahí nomás fue que el Quique, el hijo del encargado, el que le decía, empezó a tratar de abrirle la puerta. Con esos ruidos fue que yo salí al pasillo, imagínese, el susto, que ni apague el puchero...
Y cuando la tiró abajo la puerta ahí estaba parado el señor Olmos, con una cara de susto, pero congelado ahí nomás y no llegó a decir palabra antes de que el Quique se le fuera encima.
Y yo ahí ni mirar quise, que me dan una impresión bárbara esas cosas, pero escuchaba los golpes y al Quique que le gritaba, como un loco: “viejo de mierda” le decía, “ya no te vas a meter más con nadie” y cosas así... y el señor Olmos no decía nada. No se, al menos si hubiera dicho algo... quien sabe que habría pasado, pero calladito se dejaba pegar, como quien sabe que se lo merece, vio?
Y bueno, después de un rato ya hubo que pararlo al Quique porque el señor Olmos ni se movía...
Y ahí entramos a la casa, y recién ahí vimos como era la cosa, cuando abrimos las ventanas para que se fuera el olor... que parece que al final era de pegamento, o de pintura... no entendí bien
Recién ahí vimos los estantes, llenos de muñecas, que el arreglaba, parece. A quien se le iba a ocurrir, comisario, un señor grande, tan serio, ocupándose de esas cosas...

... eso si, comisario... yo le quería preguntar.... si usted pudiera.... si pudiera decirme... con todo esto que pasó... el señor Olmos... está... está vivo?

lunes, 10 de noviembre de 2008

Robes, el del 3°A

Testimonio

Vivo en este departamento desde junio de 2005 y a los pocos meses comenzó a llamarme la atención una serie de eventos que se sucedían, en un principio, sin conexión aparente.
Al Dr. Robes lo conocí en el ascensor, a los pocos días de mi mudanza. Subimos juntos y viajamos apretados porque él traía unas bolsas gastadas llena de papeles, de esos formularios continuos que se utilizaban en las empresas tiempo atrás. Recuerdo haberme presentado amablemente y que el se detuvo un instante, mirándome antes de acercarme su mano y decir secamente -Soy el Dr. Robes, del 3°A.
Los primeros días me costaba dormir, había vivido en casas durante toda mi vida y los ruidos de un edificio me generaban intranquilidad y curiosidad. Así fue que descubrí en la calma del insomnio que el ascensor de la derecha cuando desciende hace un sonido de cadenas sueltas que golpetean, que la descarga del baño del departamento de arriba suele quedar perdiendo y que mi vecino de al lado tiene toda la noche el televisor prendido invariablemente en el canal porno.
En las noches de verano, cuando todavía no había comprado el aire acondicionado y mantenía las ventanas abiertas, se escuchaba el tecleo de una máquina de escribir. El sonido era inconstante y varias veces me puse a pensar que no era posible que estuvieran escribiendo algo ya que se escuchaba una tecla y podían pasar varios segundos o hasta minutos hasta percibir el siguiente golpe sobre el papel.
Por mis actividades es muy común que regrese a mi casa tarde en la noche y me quede en vigilia hasta entrada la madrugada por lo que mis horas de lectura, de escribir o mirar la televisión comenzaron a convivir con esas sinfonías urbanas.
Robes era un personaje intrigante; un tipo de unos 65 años que solo se podían percibir de cerca ya que mantenía una cabellera prominente y oscura, siempre correctamente peinada. Su cara era alargada, con los contornos bien expuestos que culminaban en una barbilla redondeada pero con la piel tensa. Siempre estaba bien afeitado y vestía con ambos marrones o azul francia que, por más que parecieran haber sido comprados en 1980 mantenía con una pulcritud evidente.
Varias veces lo había cruzado en los pasillos y siempre me miraba detenidamente como si fuera la primera vez. Siempre cargaba consigo alguna bolsa y las pocas veces que lo ví con las del almacén logré escudriñar y detectar que estaban llenas de potes de yogurt.
Martha, la vecina del 5°B, una histórica del edificio, me comentó que, si bien hacía más de 30 años que eran vecinos nunca supo demasiado de él. Por los movimientos de la casa y las elucubraciones que fue construyendo con los encargados que habían pasado esos años sabía que no recibía visitas, que no tenía teléfono, que solo cada tres o cuatro meses recibía correspondencia que no fuera de los servicios básicos y que sus salidas eran breves, de no más de una hora. En cuanto a su profesión había diferentes opiniones, algunos decían que era abogado, otros que era antropólogo y algunos dudaban de su título, pero todos invariablemente lo llamaban Dr.
A las reuniones de consorcio no solía venir, salvo a la de 2006 cuando apareció por el hueco de la escalera en medio de una fuerte discusión sobre los honorarios del administrador. Se quedó callado en un costado, mirando en profundidad a cada uno de nosotros, sin hacer ningún gesto de aprobación o desagrado. Antes de que comenzaran las votaciones se retiró. No había emitido una sola palabra.
Hace unos 8 meses empecé a percibir que esos tecleos sueltos, desparejos, comenzaban a tener un ritmo, una musicalidad diferente. Como una vieja máquina de vapor, iban acelerando con dificultad pero de manera constante y lo más extraño era que no había interrupciones, que podían pasar horas y noches enteras en las que el aire se llenaba con esos sonidos.
Solo fue cuestión de días para que esto generara una reacción en los vecinos. Una mañana de agosto sonó el timbre de mi casa y al abrir me encontré con Mara del 2°A y Erica del 3°C que venían a consultarme al respecto. Me comentaron que habían llamado a la puerta de Robes reiteradas veces y que nunca contestaba, que Martín del 3° B, el recientemente elegido diputado más joven de la ciudad, había decidido irse a vivir a un hotel porque ya no soportaba más los ruidos y que la policía les había sugerido contratar un mediador ya que no podían tomar una denuncia por ruidos molestos.
Con el correr de las noches el traqueteo incesante me comenzó a sugerir un patrón, una serie que no era casual. La progresión de golpes generaba melodías complejas, como una sinfonía de un solo instrumento casi monocorde, donde la sutileza se encontraba en la pulsión sobre la tecla. Empecé a imaginar que la letra N sonaba diferente que la S y que cuando quería realzar su expresión, Robés presionaba las mayúsculas y se obligaba a percutir con el índice que transmitía mayor fuerza.
En el consorcio los rumores brotaban con una imaginación extrema; la profesora de matemáticas del 1°C, alta y altiva y desaliñada, decía que Robes integraba una secta unipersonal, que había sido en su juventud un cuadro importante de la masonería pero que por causas nunca aclaradas había sido expulsado. Don Gomez, el ferretero del barrio del 1°A solo decía que era un viejo de mierda y en algúna ocasión, complicemente me coloreó la descripción agregando que era un viejo puto de mierda.
Ya se habían probado diferentes estrategias mientras se conseguía el mediador entre las que estuvo tirarle misivas por debajo de la puerta, cortale la luz desde el panel general y hasta un frustrado descenso hasta su ventana con arneses ejecutado por el deportivo hijo de la Sra Clara, la del 6°D.
Mientras todo esto sucedía yo empezaba a disfrutar de esos sonidos, de esa partitura que cada vez era más bella, que cada vez tenía más sentido para mí y comencé a sentir un particular acercamiento a ese loco indescifrable.
La noche del 26 de septiembre, el tecleo incesante se detuvo luego de un fuerte golpe que se escuchó en stereo por los pasillos y por la ventana. No hubo gritos, solo otro golpe seco unos segundos después. Al rato todos los vecinos estaban congregados en rededor de la puerta del 3°A, solo algunos se animaban a trasponer la puerta. Desde afuera se veía toda una pared hecha de potes de yogurt apilados, como si Robes solo subsistiera alimentandose de ellos, en el centro del living apilados cientos de formularios continuos escritos con esa máquina que ya me era familiar y el fondo, con su traje pulcro y sin siquiera estar despeinado, como durmiendo estaba Robes, con su cabeza apoyada en el teclado, muerto.
La policía tuvo que recurrir a peritos literarios y musicólogos para intentar descifrar algo más de este caso. Luego de 6 meses de trabajo ya se había descubierto que Robes vivía de una generosa pensión por unas fincas en Francia que recibía puntualmente, que su familia lo creía muerto desde el año 67 y que no era ni abogado, ni antropólogo ni escribano, era Dr en física, con medalla de honor de la universidad de Edimburgo.
El informe final de los peritos fue concluyente y revelador, las miles de páginas apiladas con tecleos que parecerían al azar encerraban un código secreto que solo una consulta con un especialista en el teorema de Fermat pudo descifrar.
Robes había perseguido durante años la conjunción entre música y literatura, su obsesión era unirlas, ensamblarlas desde el origen, sin que se pudiera percibir un corte entre lo que es una cosa y la otra.
Había dejado expresas instrucciónes de como debía leerse su obra, de como un lector de presión debía posarse en cada textura de cada letra y como debía decodificarse esa impresión para transformarla en un sonido.
Se hicieron muchas pruebas y todavía hay acalorados debates en el mundo literario y musical al respecto. Yo pude acceder a los textos y al leerlos, en medio de las noches que ahora solo están cortadas por el sonido de las cadenas del ascensor de la derecha, evoco la musicalidad de esas teclas y la experiencia se completa, en el recuerdo, en estas noches, en aquellas noches, en todas las noches.

domingo, 26 de octubre de 2008

El paquete

Está impaciente. Impaciente y enojado.
Nunca le dijeron que tendría que hacerse cargo durante días de ese mocoso. “Tenés que preguntar todo, Pardo”, le había dicho hace años quien lo inicio en el negocio.
Pero el Pardo nunca terminaba de aprender que el “todo” siempre incluía algún detalle que a él se le escapaba.
Lo habían llamado para que se hiciera cargo del “paquete” por unos días. Ya lo había hecho otras veces. Siempre se trataba de alguna señorita recatada o algún funcionario temeroso que se quedaban quietos ante la sola presencia de los dos metros del Pardo.
Nunca necesito ni siquiera atarlos, así que ya acostumbraba ni llevar una soga.
Había ido a contactar a Beltrán en el sitio habitual, donde le dio las coordenadas: “Habitación 205, del hotel Lincoln. En dos días lo retiramos, no van a tardar en pagar el rescate”

Cuando entró a la habitación y vio el “paquete”, el Pardo tembló por primera vez en su vida. No debía tener más de cinco años y lo recibió con una sonrisa y una pelota en la mano.
Tres días. Tres días caminando por toda la puta habitación 205, trepándose a todo lo que estaba allí... incluido el Pardo.

Agua

Lo había oído en la radio. O en la tele, no estaba seguro: El agua estaba subiendo rápidamente en la ciudad. El río desbordaba.
Cuarenta centímetros, habían dicho. Cuarenta centímetros siempre le había parecido poco. ¿Cuánto eran cuarenta centímetros? ¿La altura de la mesa ratona? ¿Dos o tres escalones?
Pero ahora, cuarenta centímetros, cuarenta centímetros sobre el nivel habitual del río, cuarenta centímetros de ese fluido que siempre había sido azul y dejaría de serlo, le parecía un montón.
No quería creerlo, no quería imaginarlo y sin embargo forzosamente aparecía en su mente la imagen del zaguán de su casa inundado, con algún que otro pez colonizando su territorio.
Lo horrorizaba la idea de tener que irse del lugar en dónde había pasado toda su vida.
Así que cuando vio pasar el agua por debajo de la puerta, empalideció, quiso decir algo, pero solo articuló algunos ecos de un tartamudeo, y cuando su mujer le tomó la mano, despertó.