lunes, 10 de noviembre de 2008

Robes, el del 3°A

Testimonio

Vivo en este departamento desde junio de 2005 y a los pocos meses comenzó a llamarme la atención una serie de eventos que se sucedían, en un principio, sin conexión aparente.
Al Dr. Robes lo conocí en el ascensor, a los pocos días de mi mudanza. Subimos juntos y viajamos apretados porque él traía unas bolsas gastadas llena de papeles, de esos formularios continuos que se utilizaban en las empresas tiempo atrás. Recuerdo haberme presentado amablemente y que el se detuvo un instante, mirándome antes de acercarme su mano y decir secamente -Soy el Dr. Robes, del 3°A.
Los primeros días me costaba dormir, había vivido en casas durante toda mi vida y los ruidos de un edificio me generaban intranquilidad y curiosidad. Así fue que descubrí en la calma del insomnio que el ascensor de la derecha cuando desciende hace un sonido de cadenas sueltas que golpetean, que la descarga del baño del departamento de arriba suele quedar perdiendo y que mi vecino de al lado tiene toda la noche el televisor prendido invariablemente en el canal porno.
En las noches de verano, cuando todavía no había comprado el aire acondicionado y mantenía las ventanas abiertas, se escuchaba el tecleo de una máquina de escribir. El sonido era inconstante y varias veces me puse a pensar que no era posible que estuvieran escribiendo algo ya que se escuchaba una tecla y podían pasar varios segundos o hasta minutos hasta percibir el siguiente golpe sobre el papel.
Por mis actividades es muy común que regrese a mi casa tarde en la noche y me quede en vigilia hasta entrada la madrugada por lo que mis horas de lectura, de escribir o mirar la televisión comenzaron a convivir con esas sinfonías urbanas.
Robes era un personaje intrigante; un tipo de unos 65 años que solo se podían percibir de cerca ya que mantenía una cabellera prominente y oscura, siempre correctamente peinada. Su cara era alargada, con los contornos bien expuestos que culminaban en una barbilla redondeada pero con la piel tensa. Siempre estaba bien afeitado y vestía con ambos marrones o azul francia que, por más que parecieran haber sido comprados en 1980 mantenía con una pulcritud evidente.
Varias veces lo había cruzado en los pasillos y siempre me miraba detenidamente como si fuera la primera vez. Siempre cargaba consigo alguna bolsa y las pocas veces que lo ví con las del almacén logré escudriñar y detectar que estaban llenas de potes de yogurt.
Martha, la vecina del 5°B, una histórica del edificio, me comentó que, si bien hacía más de 30 años que eran vecinos nunca supo demasiado de él. Por los movimientos de la casa y las elucubraciones que fue construyendo con los encargados que habían pasado esos años sabía que no recibía visitas, que no tenía teléfono, que solo cada tres o cuatro meses recibía correspondencia que no fuera de los servicios básicos y que sus salidas eran breves, de no más de una hora. En cuanto a su profesión había diferentes opiniones, algunos decían que era abogado, otros que era antropólogo y algunos dudaban de su título, pero todos invariablemente lo llamaban Dr.
A las reuniones de consorcio no solía venir, salvo a la de 2006 cuando apareció por el hueco de la escalera en medio de una fuerte discusión sobre los honorarios del administrador. Se quedó callado en un costado, mirando en profundidad a cada uno de nosotros, sin hacer ningún gesto de aprobación o desagrado. Antes de que comenzaran las votaciones se retiró. No había emitido una sola palabra.
Hace unos 8 meses empecé a percibir que esos tecleos sueltos, desparejos, comenzaban a tener un ritmo, una musicalidad diferente. Como una vieja máquina de vapor, iban acelerando con dificultad pero de manera constante y lo más extraño era que no había interrupciones, que podían pasar horas y noches enteras en las que el aire se llenaba con esos sonidos.
Solo fue cuestión de días para que esto generara una reacción en los vecinos. Una mañana de agosto sonó el timbre de mi casa y al abrir me encontré con Mara del 2°A y Erica del 3°C que venían a consultarme al respecto. Me comentaron que habían llamado a la puerta de Robes reiteradas veces y que nunca contestaba, que Martín del 3° B, el recientemente elegido diputado más joven de la ciudad, había decidido irse a vivir a un hotel porque ya no soportaba más los ruidos y que la policía les había sugerido contratar un mediador ya que no podían tomar una denuncia por ruidos molestos.
Con el correr de las noches el traqueteo incesante me comenzó a sugerir un patrón, una serie que no era casual. La progresión de golpes generaba melodías complejas, como una sinfonía de un solo instrumento casi monocorde, donde la sutileza se encontraba en la pulsión sobre la tecla. Empecé a imaginar que la letra N sonaba diferente que la S y que cuando quería realzar su expresión, Robés presionaba las mayúsculas y se obligaba a percutir con el índice que transmitía mayor fuerza.
En el consorcio los rumores brotaban con una imaginación extrema; la profesora de matemáticas del 1°C, alta y altiva y desaliñada, decía que Robes integraba una secta unipersonal, que había sido en su juventud un cuadro importante de la masonería pero que por causas nunca aclaradas había sido expulsado. Don Gomez, el ferretero del barrio del 1°A solo decía que era un viejo de mierda y en algúna ocasión, complicemente me coloreó la descripción agregando que era un viejo puto de mierda.
Ya se habían probado diferentes estrategias mientras se conseguía el mediador entre las que estuvo tirarle misivas por debajo de la puerta, cortale la luz desde el panel general y hasta un frustrado descenso hasta su ventana con arneses ejecutado por el deportivo hijo de la Sra Clara, la del 6°D.
Mientras todo esto sucedía yo empezaba a disfrutar de esos sonidos, de esa partitura que cada vez era más bella, que cada vez tenía más sentido para mí y comencé a sentir un particular acercamiento a ese loco indescifrable.
La noche del 26 de septiembre, el tecleo incesante se detuvo luego de un fuerte golpe que se escuchó en stereo por los pasillos y por la ventana. No hubo gritos, solo otro golpe seco unos segundos después. Al rato todos los vecinos estaban congregados en rededor de la puerta del 3°A, solo algunos se animaban a trasponer la puerta. Desde afuera se veía toda una pared hecha de potes de yogurt apilados, como si Robes solo subsistiera alimentandose de ellos, en el centro del living apilados cientos de formularios continuos escritos con esa máquina que ya me era familiar y el fondo, con su traje pulcro y sin siquiera estar despeinado, como durmiendo estaba Robes, con su cabeza apoyada en el teclado, muerto.
La policía tuvo que recurrir a peritos literarios y musicólogos para intentar descifrar algo más de este caso. Luego de 6 meses de trabajo ya se había descubierto que Robes vivía de una generosa pensión por unas fincas en Francia que recibía puntualmente, que su familia lo creía muerto desde el año 67 y que no era ni abogado, ni antropólogo ni escribano, era Dr en física, con medalla de honor de la universidad de Edimburgo.
El informe final de los peritos fue concluyente y revelador, las miles de páginas apiladas con tecleos que parecerían al azar encerraban un código secreto que solo una consulta con un especialista en el teorema de Fermat pudo descifrar.
Robes había perseguido durante años la conjunción entre música y literatura, su obsesión era unirlas, ensamblarlas desde el origen, sin que se pudiera percibir un corte entre lo que es una cosa y la otra.
Había dejado expresas instrucciónes de como debía leerse su obra, de como un lector de presión debía posarse en cada textura de cada letra y como debía decodificarse esa impresión para transformarla en un sonido.
Se hicieron muchas pruebas y todavía hay acalorados debates en el mundo literario y musical al respecto. Yo pude acceder a los textos y al leerlos, en medio de las noches que ahora solo están cortadas por el sonido de las cadenas del ascensor de la derecha, evoco la musicalidad de esas teclas y la experiencia se completa, en el recuerdo, en estas noches, en aquellas noches, en todas las noches.